Fui al supermercado con una buena dosis de psicosis por el coronavirus, para abastecerme de víveres y sobre todo de papel higiénico que no sé para que sirve aparte de limpiarse el culo, pero seguro que la celulosa de ese tipo de papel contiene la cura para la enfermedad.
Como buen afectado por los medios de comunicación masivos fui de tapabocas, guantes, abundante alcohol en gel cayendo como transpiración de mi cabeza (porque ahora en vez de gel, ya aprovecho y me peino con alcohol en gel, peladez inteligencia), respirando bajito como astronauta que se le quedó sin pilas la nave espacial; caminando con cautela, como gurí cagao, como soldado en campo minado, y de repente lo vi llegar: Un macho alpha de casi dos metros de altura, cara cuadrada, adornada por unas chuzas angelicales a los costados, posiblemente rugbier e hijo de la Carmela, de musculosa, sandalias y yores de baño; trabado como Yuaseneguer, sin tapabocas, ni guantes, ni siquiera desodorante, respirando forchi, acercándose a todos, casi al borde del acoso, rozando gente a troche y moche para ver los precios de los productos, sin respetar el metro de distancia prudente, ni el mínimo de distancia socialmente aceptado por las personas de más-o-menos-bien; manoseando desde las lechugas, al pollo, pasando por las toallitas femeninas y los paquetes de Cheetos.
Se sacó un moco, lo hizo bolita frotándolo en sus yores y lo tiró de la góndola 2 de limpieza, por arriba, como quien le pica la pelota al arquero para meter un gol y, por lo que pude ver, creo que cayó en la góndola 5, la de harina, mientras el hombre del siglo XX disimulaba con la mirada hacia otro lado.
Fue a la caja en la que tienen preferencias las madres con sus 2 Stella Artoise negras y un chupa chupa de salame, apoyó su antebrazo transpirado en la pasarela de productos, dejó su marca húmeda en la goma gris oscura, saludó con un guiño y media sonrisa de costado con ruidito a la cajera, mientras sacaba dinero en efectivo -todo doblado- y recogía las monedas que se le habían caído al piso hacía más de 5 segundos.
Tosió dos veces en su puño cerrado, como nuestro ministro de salud, pagó con billete de 2000, recibió el cambio y la factura que arrugó y tiró al piso; pidió bolsita, pero después se acordó que tenía que pagarla y echó pa' atrás. Le tiró un besito a la cajera y en el proceso, dos microgotas de saliva saltaron de aquellos casi dos metros hasta aterrizar en la indefensa frente de la cajera, que tenía tapabocas, pero no tapafrentes. Le dejó su tarjetita con el número de teléfono y la unipersonal que tenía y se despidió con un "Llamame, mimosa y hacemos juntos la cuarentena", ante los ojos abiertos de par en par de la cajera que ya comenzaba a sentir los primeros síntomas del Covid-19, mientras yo rezaba a dos metros de distancia y le echaba Lysoform a la tarjeta de OCA antes de pasarla por la maquinita.
Como buen afectado por los medios de comunicación masivos fui de tapabocas, guantes, abundante alcohol en gel cayendo como transpiración de mi cabeza (porque ahora en vez de gel, ya aprovecho y me peino con alcohol en gel, peladez inteligencia), respirando bajito como astronauta que se le quedó sin pilas la nave espacial; caminando con cautela, como gurí cagao, como soldado en campo minado, y de repente lo vi llegar: Un macho alpha de casi dos metros de altura, cara cuadrada, adornada por unas chuzas angelicales a los costados, posiblemente rugbier e hijo de la Carmela, de musculosa, sandalias y yores de baño; trabado como Yuaseneguer, sin tapabocas, ni guantes, ni siquiera desodorante, respirando forchi, acercándose a todos, casi al borde del acoso, rozando gente a troche y moche para ver los precios de los productos, sin respetar el metro de distancia prudente, ni el mínimo de distancia socialmente aceptado por las personas de más-o-menos-bien; manoseando desde las lechugas, al pollo, pasando por las toallitas femeninas y los paquetes de Cheetos.
Se sacó un moco, lo hizo bolita frotándolo en sus yores y lo tiró de la góndola 2 de limpieza, por arriba, como quien le pica la pelota al arquero para meter un gol y, por lo que pude ver, creo que cayó en la góndola 5, la de harina, mientras el hombre del siglo XX disimulaba con la mirada hacia otro lado.
Fue a la caja en la que tienen preferencias las madres con sus 2 Stella Artoise negras y un chupa chupa de salame, apoyó su antebrazo transpirado en la pasarela de productos, dejó su marca húmeda en la goma gris oscura, saludó con un guiño y media sonrisa de costado con ruidito a la cajera, mientras sacaba dinero en efectivo -todo doblado- y recogía las monedas que se le habían caído al piso hacía más de 5 segundos.
Tosió dos veces en su puño cerrado, como nuestro ministro de salud, pagó con billete de 2000, recibió el cambio y la factura que arrugó y tiró al piso; pidió bolsita, pero después se acordó que tenía que pagarla y echó pa' atrás. Le tiró un besito a la cajera y en el proceso, dos microgotas de saliva saltaron de aquellos casi dos metros hasta aterrizar en la indefensa frente de la cajera, que tenía tapabocas, pero no tapafrentes. Le dejó su tarjetita con el número de teléfono y la unipersonal que tenía y se despidió con un "Llamame, mimosa y hacemos juntos la cuarentena", ante los ojos abiertos de par en par de la cajera que ya comenzaba a sentir los primeros síntomas del Covid-19, mientras yo rezaba a dos metros de distancia y le echaba Lysoform a la tarjeta de OCA antes de pasarla por la maquinita.